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Nuestra vida emocional, del mismo modo que la vida emocional de muchos primates y otros animales, no es ninguna ficción ni ninguna ensoñación romántica. Las emociones forman parte de nuestra condición animal, han sido y son muy importantes evolutivamente y no debemos olvidar que están localizadas en el cerebro.
La configuración del sistema nervioso viene determinado por el genoma (como no podría ser de otro modo) y, aunque esa información genética, en nuestro caso (y en el caso de otros animales), «sólo indica las líneas generales» (Mosterín, 2008; p. 98) de su configuración y funcionamiento, la conducta animal ofrece diversos grados de plasticidad y respuestas ante la multiplicidad de estímulos del entorno.
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Las emociones actúan como respuesta a muchos estímulos ambientales.
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En el proceso evolutivo se han seleccionado tanto las emociones como las capacidades de sufrir dolor y sentir placer. Las emociones son «una respuesta evaluadora del organismo que supone una combinación de alerta fisiológica, que incluye la activación del sistema nervioso autónomo o vegetativo» (Rubia, 2006; p.24). Las emociones son un mecanismo ágil y automático que actúa como respuesta a muchos estímulos ambientales, son adaptaciones esenciales para la convivencia en los animales sociales y, como ocurre, por ejemplo, en las situaciones de peligro, son respuestas rápidas, inconscientes y eficaces para proteger el organismo. Aunque la respuesta emocional es más veloz y eficaz que una respuesta consciente y racional, hay que decir que, en el caso humano, aun teniendo la herencia emocional propia de los animales, disponemos de una racionalidad (descrita en las teorías de la racionalidad y de la toma de decisiones) que nos permite no estar sujetos, solamente, a las respuestas emocionales.
En el transcurso de la evolución también se han implementado los mecanismos del placer y del dolor. El primer mecanismo, el placer, articulado en los llamados centros de placer del cerebro, actúa como guía conductual, como una sugerencia más que como una imposición, y tiene una función vinculada a la supervivencia del individuo, puesto que, como sabemos, las conductas reproductivas, así como las tróficas, generan placer, son sistemas naturales de recompensa. Por otra parte, el dolor también está implicado en la supervivencia de los sujetos, es «una señal de alarma esencial para el organismo y su supervivencia» (Rubia, 2006; p. 91). El dolor, a diferencia del placer, no tiene unificado los centros de acción, en él se involucran diversas estructuras cerebrales y para determinados aspectos y dimensiones del dolor son necesarias distintas estructuras: en el caso de nuestra especie «para que esa percepción dolorosa sea molesta es necesaria la corteza prefrontal» (Rubia, 2006; p. 93). No obstante, esto no significa que sólo haya dolor en aquellos animales que tengan corteza prefrontal, nada más lejos. Si aceptamos la teoría de la evolución deberemos aceptar que las diversas estructuras heredadas del sistema nervioso central están implicadas en los mecanismos del dolor, por tanto, no sólo los animales humanos o los mal llamados animales “superiores” son los únicos que padecen dolor.
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No sólo los animales humanos son los únicos que padecen dolor.
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Un estadio más complejo es el sufrimiento. Haciendo una distinción entre dolor y sufrimiento, el segundo se caracteriza por la autoconsciencia, es decir, es necesario tener autoconsciencia de la afección emocional para que haya sufrimiento y, aún más, puede haber sufrimiento sin dolor. Blasco, en su obra Ética animal (2012) nos ofrece la tabla que reproducimos a continuación, donde podemos ver una gradación del dolor hasta llegar al sufrimiento, relacionada con la “complejidad” de diversos organismos:
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Dolor en |
Efecto |
Moscas |
Reacción automática |
Peces |
Algunos metabolitos similares a los de los humanos |
Mamíferos |
Algún tipo de autoconsciencia |
Primates |
Probable autoconsciencia del sufrimiento |
Humano |
Sufrimiento emocional |
(Blasco, 2011; p. 62)
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Llegados a este punto, si observamos la vinculación de los distintos mecanismos descritos, así como la complejidad de las distintas estructuras cerebrales, estamos en condición de indagar las bases biológicas de la moralidad o, al menos, aquellos fenómenos “premorales” que nos llevarán, en el hombre, a hablar de moral. En resumen: el placer y el dolor son mecanismos implicados en la conducta, con una función modeladora, que sugieren pero no imponen; el sufrimiento tiene, a más, implicaciones emocionales que van más allá del mero dolor o placer. Siempre que la conducta no esté completamente determinada por la información genética, se darán respuestas conductuales con cierta plasticidad, de tal modo que a menor detalle de información genética relacionada con la conducta (o a mayor descripción general), mayor plasticidad en la respuesta. Los animales, incluidos nosotros, tenemos intereses, preferencias y plasticidad conductual, y es en esa plasticidad donde se involucran, mediante la interacción de las diversas estructuras cerebrales, el placer, el dolor, el sufrimiento, la cognición y, según el caso, la consciencia en sus distintos grados.
Todo lo expuesto hasta el momento es una buena antesala para hablar de las emociones morales, ya descritas durante la ilustración por el filósofo inglés David Hume (1711-1776). Dichas emociones, para los humanos, son el amor propio (self-love) y la compasión por los otros. El self-love es el egoísmo, el interés por uno mismo, que tiene un claro y evidente origen biológico y evolutivo, y que está ligado al “instinto” de supervivencia. Ligado al amor propio tenemos el mecanismo del amor a los congéneres con los que compartimos consanguinidad, es decir, a la familia; esto sería otro mecanismo evolutivo que extiende el amor propio a la familia y que daría cuenta del fenómeno del altruismo (tema que será tratado en otro artículo). La otra emoción moral es la compasión(empatía, simpatía). Esta emoción aparece en distintos grados, dependiendo del animal, y es «la emoción moral desagradable que sentimos al colocarnos imaginativamente en el lugar de otro que sufre» (Mosterín 2014, p. 39). ¿Qué implicaciones tiene tener este tipo de emoción moral? De entrada, en el caso humano, hay que poseer una teoría de la mente altamente desarrollada; también, biológicamente, sabemos que la estructura que subyace a este fenómeno son las neuronas espejo. Aunque nosotros disponemos congénitamente de esta capacidad emocional, también se da, en distinto grado, en otros animales: como en grandes simios, en elefantes, hasta en roedores.
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Roedores, animales con capacidad emocional.
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Con todo esto, ¿podemos hablar de las bases morales en animales no-humanos? Pues parece ser que no. Es muy osado hablar de moral en animales no-humanos y un completo disparate hablar de ética fuera de nuestro género, puesto que la moral es «un sistema de reglas explícito, articulado lingüísticamente, y la ética es una reflexión argumentada sobre la moral». (Mosterín, 2008; p. 214). Sólo en ciertos casos la ciencia nos ha aportado evidencias de fenómenos “premorales” en animales no humanos, de los cuales algunos de ellos van más allá de la cooperación y la compasión, como es el caso de cierto grado de sentido de la justicia en algunos primates, como el caso de los monos capuchinos (Brosnan y De Waal, 2003) que sienten aversión al trato injusto al recibir recompensas por una acción realizada.
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La ética es una reflexión argumentada sobre la moral.
A pesar de la moral como característica humana es más lo que nos une a los otros animales que lo que nos separa: «Los humanos no podemos hablar ni interactuar lingüísticamente con los otros animales (excepto de modo rudimentario con algún chimpancé o gorila especialmente entrenado para ello).Sin embargo, es fácil comunicarse emocionalmente con los animales con los que convivimos e incluso con los silvestres con los que tenemos contacto esporádico. En efecto, aunque negados para la matemática o el lenguaje, muchos de estos animales comparten con nosotros gran parte de las emociones, por lo que a ese nivel la interacción resulta más fácil y satisfactoria». (Mosterín, 2014; p. 20). De este modo, sólo al mirar a los ojos a nuestros parientes, los demás animales, veremos que, como nosotros, son seres animados, es decir, que tienen alma (la palabra ‘animal’ deriva de ‘ánima’). Podremos ver en ellos emociones y sentimientos y reconocernos como pertenecientes a un mismo reino, el nuestro, el animal.
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Bibliografía:
BLASCO, Agustín, Ética animal, Akal, Madrid, 2011.
BROSNAN, Sarah F., De WAAL, Frans B. M., «Monkeys Reject Unequal Pay», Nature 425 (2003), pp. 297-299.
MOSTERÍN, Jesús, La naturaleza humana, Espasa Calpe, Madrid, 2008.
– El triunfo de la compasión, Alianza Editorial, Madrid, 2014.
RUBIA, Francisco J., El cerebro nos engaña, Temas de Hoy, Madrid, 2010.
– ¿Qué sabes de tu cerebro?, Temas de Hoy, Madrid, 2012.
WAAL, Frans de, El mono que llevamos dentro, Tusquets, Barcelona, 2010.